Textos Literarios: Por las calles de Madrid

Textos literarios

POR LAS CALLES DE MADRID

Casi en la esquina de Eloy Gonzalo se abría una oficina de ventas a plazos. El escaparate mostraba algunos géneros objeto de esta operación de crédito: trajes de hombre, máquinas de coser y unas fotografías de interiores de viviendas.

Estaba casi siempre llena de gentes modestas la oficina. Una mampara dividía en dos el local. Del lado de allá, un viejecito bastante sordo, con gafas y la pluma en la oreja, atendía a las consultas, resolviendo las dudas, a través de una ventanilla. A veces sacaba un impreso de papel azul y les señalaba con el dedo una casilla… Luego les extendía la pluma, que había antes mojado en el tintero. Respondían por escrito a las preguntas del cuestionario y salían con la hoja de papel en la mano. Eran gentes modestas, de rostro triste y preocupado.

De allí solía Ramón encaminarse hacia la glorieta de la Iglesia. En la esquina, junto al Cine Chamberí, una vieja, aun en lo más crudo del invierno, movía pausada el brazo sobre su mercancía, oxeando unas supuestas moscas. Un tablero pequeño sobre una tijera de madera; en él una palangana casi llena de chufas en agua, que sirve con jícara; unas manzanas macadas y descoloridas; pasteles secos; barras de regaliz; bastones de caramelo y unos cacahuetes. Este era su patrimonio. La vieja movía ya el brazo mecánicamente lo mismo en enero que en agosto. Con buen tiempo vendía al aire libre, y en lo más desabrido del invierno un chiribitil de tablas le guarecía contra la intemperie.

Ramón la saludaba y le solía dejar alguna perra. Luego desciende por la calle de Santa Engracia hasta la plaza de Alonso Martínez. A medio camino se detenía a charlar con un zapatero de portal. Onofre se llama. Es un infeliz que se pasa las horas poniendo revirones en los tacones del barrio. Un día que pasó Ramón y estaba él a la puerta le pidió fuego, y Ramón le dio, además, un pitillo. Desde entonces, todas las mañanas se para con él un rato a charlar y le da un par de cigarros…

A veces se detiene en una librería de viejo. En seguida continuaba por los bulevares hasta la glorieta de Bilbao. Allí veía los tranvías subir ya enracimados de gente a esas horas, y desde la arista del andén central mantenía cortos diálogos con la enlevitada estatua del hacendista señor Bravo Murillo.

Juan Antonio de ZUNZUNEGUI (1901-1982),
La quiebra
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