Textos Literarios: El final de una sociedad romántica

Textos literarios

EL FINAL DE UNA SOCIEDAD ROMÁNTICA

— Pero vosotros no notáis lo que cambia Madrid. Toda la vieja España se derrumba.

— Yo no veo que se derrumbe nada —replicó María.

— Sí, sí; hay muchas cosas que se derrumban y que no se ven. Tú no sabes, María, cómo era el Madrid que hemos conocido nosotros. Todo eran prestigios. ¿No es verdad, Aracil? Echegaray, Castelar, Cánovas, Lagartijo…

— Yo no encuentro tanta diferencia —replicó Aracil.

— No digas eso. Madrid entonces era un pueblo raro, distinto a los demás, uno de los pocos pueblos románticos de Europa; un pueblo en donde un hombre, sólo por ser gracioso, podía vivir. Con una quintilla bien hecha, se conseguía un empleo para no ir nunca a la oficina. El Estado se sentía paternal con el pícaro, si era listo y alegre. Todo el mundo se acostaba tarde; de noche, las calles, las tabernas y los colmados estaban llenos; se veían chulos y chulas con espíritu chulesco; había rateros, había conspiradores, había bandidos, había matuteros, se hacían chascarrillos y epigramas en las tertulias, había periodicuchos, en donde unos políticos se insultaban y se calumniaban unos a otros, se daban palizas, y de cuando en cuando se levantaba el patíbulo en el campo de Guardias, en donde se celebraba una feria, a la que acudía una porción de gente en calesines. De esto hace veinticinco o veintiséis años, no creas que más. Entonces los alrededores de la Puerta del Sol estaban llenos de tabernas, de garitos, de rincones, lo que permitía que nuestra plaza central fuera una especie de Corte de los Milagros. En la misma Puerta del Sol se podían cantar más de diez casas de juego, abiertas toda la noche; en algunas se jugaba a diez céntimos la apuesta. Los políticos eran, principalmente, chistosos. Albareda se jactaba de no entender de política y de hablar caló.

¡Y Romero Robledo! ¿Hay algún hombre ahora como aquél? ¡Qué ha de haber! Don Francisco era un tipo magnífico. Siendo él un hombre honrado, tenía una simpatía por el ladrón completamente ibérica. Protegía a los bandidos andaluces y tenía en Madrid amistades con los mayores truhanes. Sólo este episodio que os voy a contar retrata la época. Solía dar don Francisco reuniones, a las tres de la mañana, en su despacho del ministerio de la Gobernación, y entre los invitados había desde gente riquísima hasta desharrapados, que se llevaban lo que veían: tinteros, plumas, tijeras, todo. Una vez, el ministro vio que habían arramblado un candelabro de más de un metro de alto. Aquello le pareció excesivo; llamó al portero mayor, le preguntó si sabía quién era el autor de la hazaña, y el portero dijo que uno de los amigos del señor ministro había salido con un bulto enorme debajo de la capa. Entonces don Francisco escribió una carta atenta a su querido amigo, diciéndole que sin duda, inadvertidamente, se había llevado el candelabro; pero como éste era necesario en el despacho, le rogaba que lo devolviera. ¿Qué crees tú, María, que hubiera hecho un ministro de hoy?

— Llevarle a la cárcel al ladrón, probablemente —dijo ella.

—Con seguridad. Y entonces, no; había gusto por las cosas…

Pío BAROJA (1873-1956),
La dama errante.